abril 24, 2024

un viaje a la India me dejó el miedo a morir; la Patagonia me enseñó quiénes somos.

Ayer volví al insomnio, a los ojos abiertos, al cuerpo en estado de alerta. Para no despertar a mi compañero y aprovechando que mi hijo no estaba, bajé a su cuarto. Aunque ya tiene 16 años conservados algunos objetos de su infancia y el techo sigue cubierto con calcomanias fluorescentes de astros que brillan en la oscuridad. Bajo ese cielo estrellado, semidormida, comencé a viajar por escenas y recuerdos de viajes de mi vida; Como si estuviera soñando o como si estuviera muriendo, todo sucedió en una simultaneidad escalofriante y hermosa. Desesperado sabiendo lo que quería contar en este artículo. Hablar de lo que vi anoche, de lo que mas recuerdo.

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Viaje en avión de Frankfurt a Singapur. Tengo 21 años. Mi prima italiana, Cecilia, es más grande que tú. Decidimos emprender juntos un viaje por algunos países del sudeste asiático: Singapur, Malasia, Tailandia e India, en ese orden. No sabemos casi nada sobre los sitios donde vamos. No tenemos hotel ni nadie esperándonos. Le pido al aeromozo, que es español, alguna sugerencia; reconoce mi acento argentino y responde con incredulidad ante nuestra improvisación: ¡Pues esto no es como ir desde Buenos Aires a Mendoza! Tiene razón, pero también se equivoca. Hay una edad en que la distancia no existe.




María Casiraghi en Rajastán, India, junto a la familia que compartió un día.

Mi prima es atea. Yo, católica por herencia y todavía algo devota, aunque ya hace algunos viajes surgen mis cuestionamientos. En Malasia comienzan los aromas, el incienso me embriaga; like the flauta de Hamelin a las ratas, me lleva sin rumbo por las hacia los temples ya los campos de té, a las montañas ya la selva, a conversar en silencio con la gente de Malaca, hacerme bajita como ellos, y como sus houses . Creo que estoy en un cuento que alguien está contando, que no soy yo la que viaja. No extraño a nadie.

No existen los teléfonos celulares, cada tanto algún correo si encontramos locutorios o ganas de buscarlos. Sólo veo el humo y lo sigo alucinada. Hay algo de verdad en estas ceremonias que no veo en las cristianas misas de mi país. Los creo a estos creyentes. Y le creo a ese buda gigantesco, todo de oro, que me deja ciega. El tiempo nunca pasa, como si no existiese. No es metáfora, soy el tiempo, me evaporo. En las playas disuelveme la sal, dormimos en cabañitas de paja a metros de la orilla; cuanto más rústicas y precarias más cerca estamos del mar.

Hacemos amigos, amigas, por las noches se abren rondas de cantos y charlas alrededor del fuego; tierra libre es lo que da su número a Tailandia. En las ciudades compartimos cuartos de hostales con treinta personas que roncan, gimen, hablan, comen y no necesito nada para conciliar el sueño. En Asia, siempre estoy soñando. Una noche, en cambio, despierto me sobresaltada por una pesadilla. Por la mañana se la cuento a Cecilia. Vi mi casa, mis cosas, mi cuerpo, todo roto literalmente en pedazos, como si me hubieran descuartizado. Ella, que está estudiando psicología, la interpreta como señal de una inminente ruptura amorosa y un cambio radical en mi vida. Y así será.

Todo lo que creía hasta ahora se está rompiendo. No hay restaurante puedo. En India me redimo, Nueva Delhi me llevo alli y me desocupo. Tomamos una ruta que nos aleja de esa ciudad tremenda, cruel ya la maravillosa vez. Entramos al desierto de Rajastán y en el trayecto hasta Jaisalmer hacemos breves paradas en las casas donde nos reciben con comida y té chai, nos regalan su intimidad, su alegría.

En la Patagonia, María Casiraghi ha conocido ampliamente a los baqueanos Manuel Pardo y Osvaldo Montiel.


En la Patagonia, María Casiraghi ha conocido ampliamente a los baqueanos Manuel Pardo y Osvaldo Montiel.

Las mujeres preguntan por nuestro dios. Cecilia la dice que no tiene ninguno pero ellas no le creen. Las paredes rebalsan de imágenes; Shiva, Vishnu, Ganesh, Krishna, Kali y otras que ya no recuerdo. Curiosa y exaltada por los ojos azules de mi prima, la ornamentan y la envuelven con telas coloridas y le ponen un bindi en la frente.

En una cocina de dos metros cuadrados veo juntos por instantes a Oriente y Occidente. Volvemos al camino, atestiguo todo; pueblos y aldeas con mil años a cuestas, camellos del mismo color de las casas ya Cecilia en la cama con los ojos como partiendo, tiene malaria. Un minúsculo insecto nos obliga a terminar el viaje. Me quedo un tiempo en su casa en Florencia hasta que se recupera. Alterno mis días escribiendo para no olvidar lo que vi y caminando por las calles de esta ciudad magnique vuelvo a contemplarlo all: las iglesias y museos, las obras de Botticelli, Rafael, Tiziano, Da Vinci, sus escenas bíblicas, sus cristos y espejos, los cuerpos desnudos e impolutos de la antigüedad. El arte embelesa, persuadir. Pero ya no puedo sacarme de la cabeza esas deidades doradas de Tailandia ni el imponente Buda reclinado del templo de Wat Pho, diez veces más grande que el David de Michelangelo. Un mes más tarde vuelvo a casa. No se si agnóstica, pero me siento en paz y con una certeza: no tengo miedo de morir, no tengo miedo.

Enero del año 2000. Hace apenas unos días cambiamos de milenio. Termino de bailar toda la noche en el casamiento de una de mis amigas del colegio. Desde la fiesta voy directo a Aeroparque e inicio el viaje que cambiaría radicalmente mi existencia. No, es un clisé. Hay pocas verdades en mi vida, esta es una de ellas.

La redacción para la que trabajo me ofreció hacer un relevamiento por el sur de la Patagonia argentina junto a una fotógrafa santacruceña. La propuesta: escribir dos libros, uno de paisajes, flora y aquatics, otro de retratos de sus habitantes. Soy periodista y desde hace dos años que curso la carrera de Letras. Dejo todo y me largo, sin tener mucha idea de a dónde me llevará todo esto. En Puerto San Julián, espero a Marta, mi compañera en el periplo. Lo que iban a ser dos meses, serían seis, pero no lo sabemos. Patagonia tiene muchas caras y a nosotras nos muestra la salvaje; bosques vírgenes de lengas centenarias, lagos y glaciares solitarios, costas infinitas sin huellas humanas y acantilados inmensos; lobos marinos, petreles, cormoranes, delfines, colonias de pingüinos agrupados en las orillas, y más allá, donde el mar se pierde en la estepa, símbolos de la soledad esos coirones color trigo, duros y resistente como las personas que vamos conociendo.

Recorremos pueblos y estancias por rutas vacías; solemos pasar días enteros sin ver un alma. De chica sufría por sentir poca cosa, un ser insignificante en un mundo gigantesco: ahora compruebo que lo soy y no es un drama; es un hallazgo fascinante. Un geólogo en el camino me pone en mi lugar, me dé: «los dinosaurios fueron mucho más capaces de sobrevivir en todos los ambientes que el hombre, vivieron más de cien millones de años y nosotros llevamos solo dos».

Aprendo a escuchar. Tengo 22 años, soy porteña, urbana, ansiosa y todavía no he adquirido el oficio de periodista. Quizá emprendí este viaje para saber que el mundo no tiene centro.

Seguimos andando y llega el invierno. Pasamos semanas en los campos durmiendo en ranchos y taperas, entrevistamos peones, campesinas, pioneros y pioneras, mapuches, tehuelches, gauchos; el dialogo no es facil ni inmediato, a veces se necesitan varios mates hasta que empiezan a hablar. A los días, ya no queremos que nos vayamos. Pero nuestro vamos. Tenemos que seguir. Me pregunto si les hice bien o mal al despertar su espíritu gregario para después abandonarlos.

Con quien paso más tiempo es con Petrona Prane; la reunión en una casa de Pico Truncado. Hija de un lonco del Boquete Nahuelpán, en Esquel, cuya familia fue deterrada por los militares al año de nacer. Quemaron sus casas y les quitaron la tierra para dársela a un hombre que tenía influencias; historia vieja en nuestro pais y lamentablemente actual. A la muerte del lonco los hermanos disgregaron y Petrona perdió, entre tantas cosas, su lengua. Por 30 años no podía decir una palabra en mapuzungun. Me cuenta que hace un tiempo encontró a un hermano mayor a través de una noticia radial al enterarse de que había regresado a su tierra natal con el fin de recuperarla. Nos reencontramos junto con toda la comunidad reiniciamos los rogativos de la primavera. Petrona recuperó su lengua y ahora es no sólo una gran tejedora, es también la cultivará y la única que guardó los relatos de los ancestros. Nos volveremos a ver muchas veces, hablaremos Durante años por teléfono, me invitará al Nguillatún y no podré ir. Ella morirá una tarde sin que me entere. Años después escribiré «Otro dios ha muerto», una novela sobria sobre la vida, como parte de una promesa que hice a ella pero también a mí misma.

El viaje terminó y voló en Buenos Aires. Aterrizaje forzoso y áspero, pasó seis meses y todo está cambiado. Mi familia, amigas, mi entorno, todo me parece superfluo, sin importancia, sin textura. No soy más sabia ni más que nadie; no se quien soy.

Los viajes son hachazos que al tiempo se suturan y parece que los vamos olvidando, volviendo poco a poco a la piel que éramos. Pero con los años la cicatriz nos devuelve a ese viaje. En mis libros de Patagonia sigo viajando, incesantemente, por esas hermosas heridas, y con ellos doy mis primeros pasos como escritora.

Pasan los años y me las ingenio para seguir partiendo. Por un azar del destino acompaño extranjeros por Sudamérica. Esta vez me toca Perú y Bolivia, voy con un grupo de diez neozelandeses. Estoy en el Cañón del Colca, un paraíso celestial y lejano de 4500 metros sobre el nivel del mar. Turistas de todo el mundo llegan para ver los cóndores que anidan en las cumbres. Cada mañana se lanzó al aire y despliegan sus alas colgantes horas, planean en grupos o solos, ofreciendo un espectáculo que parece una puesta en escena. Cuando ya son decenas sobrevolándonos el impacto es inminente, no hay opción de no mirar, de no conmoverse. No puedo ni quiero dejar pasar este momento. Le digo al grupo que tienen un par de horas libres para andar a su aire, tomar fotos, contemplar, lo que quieran. Quiero estar sola. Paso la mañana entera sentada en la cima de una roca mirando y escribiendo lo que sería semilla de mi libro «Cóndor» del cual transcribió estos versos:
“También el cóndor dejará de ser/pero al verlo/sonámbulo/en su órbita/como si no respirara/algo de tu miedo primigenio/se sosiega/y sonríes/pensándote vacía. Por un reflejo del instinto/todos flotan/el hombre deja de ser hombre/el cóndor deja de ser tiempo/ y el tiempo deja de ser muerte”.

Yes que el cóndor es como la poesía, que vuela sola, sostenida por el aire de todos.

Decía Huxley que viajar es decubrir que todos están equivocados acerca de otros países. Puede que tenga razon. Sin embargo, habiendo tocado los cinco continentes sigo sin saber qué es el mundo. Me quedo en sus imagenes, free of todo conocimiento. El gran autor de mis transformaciones fue y sigue siendo el camino.

Ahora tengo siete años. Ver en coche por una ruta en familia; mis padres y mis seis hermanos en un falcon rural. Noche. En la parte de atrás nuestro armaron una camita, sobre camperas y valijas. Seguir. Paso las horas mirando por el vidrio el firmamento; no tenga en cuenta que recordaré todo esto cuando crezca. Quizás éste sea el instante iniciático, la puerta puso futuros viajes. A veces basta una noche para soñar una vida Las estrellas del desierto me regresan a la cama de mi hijo, a su techo fluorescente, donde la infancia no acaba ni tiene límite el cielo.
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María Casiraghi. Escritor y periodista; publicó trece libros entre poesía, narrativa y viajes, en Argentina y el exterior. De sus travesías patagónicas nacieron dos libros periodísticos (junto a la fotógrafa Marta Caorsi) y dos de ficción: «Nomadía» y «Otro dios ha muerto». Su poesía fue traducida al inglés, portugués y francés y sus títulos más recientes en este género son “Música griega”, “El Tao de las palabras” y “Escaleras Abajo”. Desde joven alterna su escritura con trabajos eclécticos, entre ellos, el de guiar viajeros extranjeros en Buenos Aires y en ocasiones por Sudamérica. Más allá de la literatura, tiene otras pasiones: las caminatas de montaña, los paisajes lunares, la nieve, los viajes y una especial obsesión por el mar.